Jorge Santayana: un pensador olvidado en España.
(Basado en el artículo EL FILÓSOFO DE INDIANA JONES de Juan Cacideo)
Por no decir otra cosa peor (menospreciado, ninguneado, ...). No lo hemos estudiado nunca (al menos yo) y tampoco lo citan mucho en las tertulias de Sánchez Dragó (o similares). Es más apreciado fuera, especialmente en Estados Unidos, donde desarrolló su pensamiento, que en el país que llevaba profundamente en el corazón, España.
Yo había oido hablar de él tangencialmente, más como George Santayana, un filósofo de origen español, pero que no tenía nada más de español que el apellido. Todas estas concepciones cambiaron cuando casualmente, en la biografía de Bertrand Russell que estoy leyendo, habla de las personas más interesantes con las que tuvo relación este gran filósofo británico, y una de ellas es Santayana (junto a H.G. Wells, Joseph Conrad, Keynes, Lytton Strachey, ...).
Jorge Santayana
La relación entre ambos fue cordial, amistosa, pero difícil. Santayana era amigo del hermano mayor de Russell (era conde) y fue presentado en una visita a Inglaterra, país al que admiraba Santayana. Intelectualmente distaban muchísimo, por muchas cosas y además, el temperamento del hispanonorteamericano era difícil de soportar para la flema inglesa de Russell. Pero ante tod hubo respeto y admiración, pese a que Santayana pensase que sólo los pueblos latinos tienen el don de la contemplación filosófica (lo cual era incomprensible para Russell).
Ahora lo que quiero es ahondar un poco más en la vida de este español de corazón, para conocimiento general (y mío propio):
Jorge Santayana (Madrid, 1863 – Roma, 1952) nació en Madrid, pero por casualidades de la vida “no había aún cumplido los tres años cuando nos trasladamos a Ávila y tenía casi 70 cuando dejó de ser el centro de mis vínculos afectivos y legales más profundos”. Con esa ciudad “antigua y nobiliar” mantuvo una estrecha relación a lo largo de la mayor parte de su vida porque, como él mismo explica, “la mente más independiente debe tener un lugar de origen, un locus standi (una posición reconocida) desde donde contemplar el mundo y una pasión innata a través de la que juzgarlo”.
Poco antes de que Jorge cumpliera diez años, su madre, catalana (Josefina Borrás) y viuda de un bostoniano, se lo llevó a América. Instalado en Boston, “otro punto principal de mi devoción”, estudió en Harvard, de cuya Universidad llegaría a ser catedrático, y se convirtió en un filósofo norteamericano pese a que mantuvo la ciudadanía española durante toda su vida. Recorrió diversos países, como Alemania e Inglaterra, y finalmente se instaló en Roma donde vivió hasta su muerte retirado en un convento. Allí recibiría la visita de muchos de sus admiradores como el escritor americano Gore Vidal, que siempre le consideró como un filósofo de primerísima magnitud.
El extraordinario aprecio del pensamiento de Santayana en un país tan pragmático como los Estados Unidos procede del carácter concreto de sus reflexiones frente a las teorías más abstractas de los filósofos europeos. Su novela El último puritano siempre ha gozado allí de un gran éxito. En cuanto al desprecio de Santayana en nuestro país, la clave bien pudiera estar en su ateísmo, sobre todo teniendo en cuenta la proverbial beatería hispánica, especialmente en la primera mitad del siglo XX. Pero el ateísmo de Santayana negaba sólo “los dioses creados por los hombres a su propia imagen para ser sirvientes de sus intereses humanos”. “La Biblia –decía– es literatura, no dogma”, opinión que no le impedía ser exquisitamente respetuoso con la intensa religiosidad con que se vivía la vida en la Ávila que él conoció.
Si en nuestro país Santayana fue prácticamente ignorado también en ello tuvo mucho que ver la camarilla de admiradores de José Ortega y Gassett, el filósofo español por antonomasia. A la corte orteguiana no parecía gustarle la competencia, por lo que ningunearon a Santayana implacablemente. Pocos fueron los españoles que revindicaron su figura; entre otros, María Zambrano y el filósofo José Ferrater Mora. Éste, en su célebre Diccionario de Filosofía, le dedica dos muy bien condensadas páginas. En Santayana, dice Ferrater Mora “la verdad es primariamente verdad absoluta, pero lo absoluto de la verdad es inasequible, pues lo único que la vida permite descubrir es una parcial perspectiva”. Habla también de su “materialismo no dogmático”, de su “fe animal” y del espíritu como “el mundo de la libertad de expresión, que posibilita la vida libre”. Santayana fue un auténtico liberal; no de los que se cuelgan la escarapela y predican pero no practican, sino de los de palabra y obra.
Ortega y Gassett
De sus reflexiones más generales la que ha hecho mejor carrera es esa conocida sentencia en la que afirma que quienes no son capaces de recordar el pasado están condenados a repetirlo. Es decir que, por lo que se ve, todos hemos citado alguna vez a Santayana, aunque sin saberlo. En otra de sus más felices acuñaciones llega sin embargo a decir que “la Historia es un paquete de mentiras sobre los acontecimientos que nunca sucedieron contados por la gente que no estaba allí”. Con lo cual, malamente pueden servirnos las enseñanzas del pasado si no nos podemos fiar de éste.
Personas y lugares es un libro en el que Santayana hace repaso a su vida, pero no es una biografía corriente. No se entretiene en anécdotas, que las hay, sino en la evolución de su pensamiento y en las profundas impresiones que personas y lugares fueron dejando en él a lo largo del tiempo. Exigente, riguroso y serio, Santayana evitó convertir su autobiografía en uno de esos espectáculos de autobombo que colapsan el mercado editorial. Sorprende incluso que siendo uno de los intelectuales más admirados por la familia Kennedy, el apellido de ésta no aparezca consignado en el índice de este libro. Y es que Santayana sólo habla de cosas serias: de arte, de arquitectura, geografía e historia; de política, sociología, literatura, filosofía y religión. Y, por supuesto, de Ávila, de Londres, de Boston, de Berlín, de Oxford, de Cambridge (donde residía Russell)…
Fue amigo de Charles Peirce, integrante del Club de los metafísicos y de los hermanos James; no de los pistoleros de Missouri sino del filósofo, William, y del novelista, Henry. Y también de Russell, aunque siempre le costó entender cómo se podía ser aristócrata, nieto y heredero de Lord John Russell y al mismo tiempo escandalizar a la sociedad con algunas de sus manifestaciones públicas. Quizás aquí Santayana resulte un poco conservador al afirmar que “es una tontería que un joven con una brillante carrera por delante en el mundo desafíe a la opinión pública, aunque en secreto la desprecie”. Pero lo cierto es que fundamentaba su opinión en cuestiones prácticas: “La paz con la buena sociedad –decía él– es de la mayor importancia para el bienestar y la euforia de uno mientras se vive en la buena sociedad”. Un curioso juicio que se hace más comprensible cuando va acompañado de una soterrada carga de ironía; al explicar, por ejemplo, que “la sociedad británica se apoya en intereses creados, es decir, en vanos compromisos en los que la gente ha caído sin darse cuenta, pero cuyo abandono ahora supondría un serio motivo de inquietud. La farsa debe continuar y se convierte en cuestión de honor el caer al final muerto sobre el escenario con todos los coloretes y las plumas de uno puestas”.
Bertrand Russell
Santayana no se engañaba sobre las razones por las cuales en muchos ámbitos intelectuales se le despreciaba como filósofo. Decía de los intelectuales que “yo era oficialmente uno de ellos, pero tenían el presentimiento de que yo pudiera ser un traidor en secreto”. Cuenta que “un distinguido jesuita” se refirió a él como “el ateo poético”, y que un profesor italiano, “tambien católico pero teñido de idealismo alemán, observó refiriéndose a mí: “lo malo de él es que nunca ha logrado curarse del materialismo”. “Por último –revela– un incondicional del psicologismo británico, preguntado por qué se me pasaba por alto entre los filósofos contemporáneos, contestó: “porque carece de originalidad. Todo en él está sacado de Platón y Leibniz”. Lo que le ocurría a Santayana, como él mismo escribe, es que “no logro superar una asentada desconfianza en la realización meramente intelectual, militante en el vacío. Prefiero las virtudes comunes y las creencias corrientes, aunque sean intelectualmente parciales y sencillas cuando las ha producido y les ha dado su peso y honradez el gran orden generativo de la naturaleza”. No renegaba de “la cultura de la conciencia” ni de “los refinamientos lógicos de la dialéctica”, pero advertía que “las mismas artes lógicas resultan fatales si se utilizan para construir, por medio de una fábula moral, un cuadro antropomórfico del universo anunciado como verdad científica e impuesto a la humanidad mediante la propaganda, las amenazas y la persecución”.
El principal error del mundo contemporáneo se encontraba, en su opinión, en que éste “ha vuelto la espalda a la tentativa y hasta el deseo de vivir racionalmente”. “Las dos grandes guerras del siglo veinte –escribió– fueron aventuras en la entusiástica sinrazón. Las inspiraron ambiciones innecesarias e impracticables; y la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas, débilmente constituidas por los vencedores, estuvieron tan irracionalmente concebidas que inmediatamente redujeron su victoria a un punto muerto”.
Para Santayana, pesimista como buen filósofo, la Humanidad no tenía remedio. “Cada generación –escribió en el epílogo de Personas y lugares– nace tan ignorante y voluntariosa como el primer hombre; y cuando la tradición ha perdido su obvia conveniencia o su divina autoridad, las mentes vehementes volverán sin saberlo a todas las falsas esperanzas y los callejones sin salida que habían tentado a sus predecesores, enterrados desde hace mucho tiempo entre capas y capas de ruinas”. Un oscuro panorama que acaba rematando con esta otra frase: “Las cosas tienen su tiempo y su belleza en ese tiempo. Sería absurdo esperar que una civilización cualquiera durara para siempre”.
Saludos a tod@s
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